El equipo Ninart iba a desintegrarse en 1994, dedicado a los artistas
La brisa acapulqueña, sabrosa, en la cara. Yo miraba el mar desde el condominio Los Cocos. La bahía muy azul brillaba con estrellas mínimas de sol, esa mañana había nadado desde el muelle hasta una playa en la Costera, dos horas, con Emil, el vecino dueño de una tienda de ropa y trajes de baños. Saqué una libreta nueva con oso de peluche en la portada que graciosamente estaba tomando el sol en una playa. Era el primer día del año 1994. Empecé a recordar el anterior, demasiado rápido para mí en lo personal y para la galería Ninart, un parteaguas.
Los Cocos con gran vista a la bahía, playita privada con muelle, buena alberca. Para mí no era suficiente. Yo hubiera querido una casa con palmeras y jardines para hacer fiestas e invitar a los amigos. El edificio, de estilo internacional, lo había diseñado el arquitecto y urbanista Mario Pani en la Costera Miguel Alemán, del lado del Acapulco Viejo. La catedral estaba cerca, Nuestra Señora de la Soledad, en el centro de la ciudad. Me gustaba mucho ir, en aquella época de profunda espiritualidad personal que contrastaba con la vanidad y frivolidad que sí, tanto me definían. Pero esa mañana tranquila yo estaba en paz, feliz en mi piel. Empecé a recordar y a escribir.
Me encontré con Emilia, mi hija, en Art Miami, ella me iba a ayudar a vender en la feria internacional de arte. Presumíamos artistas cubanos de la generación de los ochenta, los que habían nacido y se educaron con la Revolución. Yo los había traído a México justo a tiempo cuando el famoso “periodo especial” llenaba de miedo, hambre y miseria a mi pobre isla. Eran jóvenes los artistas, soñaban, reían. Habían sido seleccionados por Arturo Cuenca quien los invitó a formar parte de la familia Ninart, Nina-arte o Nina-arturo. Cuenca y yo nos comunicábamos bien, yo lo quería bien. Él era diferente, indescifrable y seductor, siempre difícil.
Todos estábamos en Miami menos Cuenca. Se había quedado en Nueva York, aduciendo que no quería ver a algunos artistas, como por ejemplo a Tomás Esson. No se llevaban. Glexis y Consuelo resintieron que Cuenca no quería ser parte del equipo. De cualquier forma llegó a suceder que este se desintegraría a lo largo del año. José Bedia y Leonor eran los líderes del clan, una pareja demasiado atractiva, con el pequeño Pepito de 4 años siempre presente. Pepe de ojos azules y pelo largo castaño; Leo, pelirroja de piel muy blanca y ojos verdes, bailarina. Adriano Buergo y Ana Albertina, tranquilos; Consuelo Castañeda y Quisqueya Henríquez, dúo artístico; Glexis Novoa al teléfono con la novia en Cuba; Rubén Torres Llorca siempre pensando y Ángel Ricardo Ricardo Ríos, esos éramos.
Mientras yo vendía casi todas las obras del booth -la feria había sido una experiencia y un éxito- Adriano y Ana Albertina, que parecían personas tan ordinarias, dieron el primer sobresalto. En plena feria, el día de la inauguración, pidieron asilo político ante cámaras de televisión nacional. Parece que solo yo no sabía. Dejaban México porque aquí las posibilidades de subsistencia eran casi nulas. Somos muy pobres, dijeron, Ninart no logra vendernos. Llena de tristeza no tuve más remedio que desearles suerte. La prensa, críticos de arte y artistas me aturdieron con su curiosidad.
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